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El Último libro de Manuel Carballal ¡¡YA A LA VENTA!!
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No puede decirse que los zocos de la medina sean un lugar peligroso. Es cierto que existen pícaros, timadores y carteristas, como en cualquier mercado del mundo, pero desde luego menos que en cualquier mercado europeo. Así que, más que por temor al hurto, por no perder el tiempo aguantando a un pesado que me ofrecería una ruta guiada por los secretos de la medina, o una antigüedad púnica, o una noche de lujuria con su prima, o con su primo, por un módico precio, decidí prescindir de los servicios de los guías locales. En realidad se trata de jóvenes que patrullan las entradas a la medina, ofreciéndose a todos los turistas como acompañante, y que intentarán conducirnos a las tiendas, restaurantes o vendedores más caros donde desemplumarnos a cambio de una jugosa comisión.
Yo opté por acudir a una tienda en la que la dependienta presentaba un aspecto que inspiraba Confianza. Siempre ofrece más seguridad un negocio estable y asentado en un local, para pedir información, que un puesto de venta nómada o un vendedor callejero, al que no podrás volver a ubicar si surge algún problema. Así que esgrimiendo mi mejor sonrisa, entré para pedir que me indicasen sobre el plano cómo llegar a la calle Sidi Saber. El carácter árabe es eminentemente hospitalario y cordial, y aquella buena mujer, que como no podía ser de otra forma respondía al nombre de Fátima, me trazó amablemente la ruta que debía seguir en el mapa. Aun así me volví a perder. Una, dos y tres veces.
Después de la primera hora dando vueltas como un idiota por la medina, decidí relajarme y disfrutar del paseo. Los árabes, y la mayoría de las demás culturas del mundo, no terminan de comprender el estrés y las prisas con las que vivimos los occidentales. Si la Biblioteca Diocesana lleva tantos años en la calle Sidi Saber, probablemente aguantaría hasta que yo diese con ella. Así que me dejé llevar por la marea humana, literalmente...
Por fin, bien avanzada la tarde, encontré la calle Sidi Saber y la Biblioteca Diocesana de Religiones Comparadas. Un sacerdote belga me franqueó la entrada al viejo edificio y me condujo hasta las dependencias de los misioneros. Y allí encontré al padre Francisco Donaire.
El misionero español, que lleva cincuenta y cinco años como misionero en Túnez, se secó las manos para estrechar la mía. Le había pillado lavando los platos de la cena de sus compañeros, y no pude evitar recordar las palabras de santa Teresa de Jesús: «Encontrar a Dios entre los pucheros».
Aún no era consciente de cómo la inmensa mayoría de los misioneros, más intrépidos y audaces que el más temerario aventurero, jnmás permiten que las divagaciones teológicas, o la exclusiva labor evangélica, les hagan olvidar el trabajo terrenal.
—¿Padre Donaire? Soy Manuel Carballal. Le escribí desde España a través del superior de su orden...
—¿Padre Donaire? No. Paco, sólo Paco.
Paco Donaire tiene una sonrisa brillante, luminosa, como la que he visto después en tantos misioneros y misioneras a lo largo del mundo. Pero en su caso las arrugas de su cara empequeñecen aún más sus ojos al sonreír, confiriéndole una mirada aún más inteligente y perspicaz. E intuí que, con esa mirada penetrante, aunque sin dejar de sonreír, estaba analizando a aquel joven desconocido que se había plantado en su misión, intentando acceder a sus antiguos libros, mapas y archivos.
La Biblioteca de Religiones Comparadas que dirige Paco Donaire, y que depende de la diócesis, tiene su origen en el Seminario Mayor de Túnez, cerrado en 1960. De hecho, esta biblioteca es una de las escasas presencias ecuménicas en el país, ya que cuando Habib Bourguiba, «libertador» que condujo al país a su independencia, accedió al gobierno, los padres blancos se vieron obligados a reducir la presencia católica en Túnez a un mínimo.
La estatua del cardenal Lavigerie, que ocupaba un lugar céntrico, fue trasladada al cementerio de la catedral. La misma catedral fue transformada en un museo. Iglesias históricas, como la de Santa Cruz, que aún es visible en la calle Jamá es-Zeituna de la medina, fueron convertidas en dependencias municipales, y la labor evangelizadora de los misioneros fue suspendida fulminantemente, limitando las labores de los sacerdotes al trabajo social y al mero testimonio cristiano.
Según me explicó el misionero, la presencia cristiana en Túnez fue condicionada a que se limitase la labor apostólica a unos mínimos. Quizá por eso el mejor apostolado cristiano que hacen los padres blancos, como Paco Donaire, y cualquier otro misionero, es el trabajo social. Decía Einstein que «el ejemplo no es la mejor forma de influenciar a otros... Es la única forma».
Pero Paco Donaire no sólo imparte clases, ayuda a los más enfermos y consuela a los desheredados como buen misionero, sino que custodia un tesoro cultural y teológico de valor incalculable. En los maravillosos documentos que el padre Donaire conserva en su misión, pude consultar deliciosos mapas misionales, en los que se constata la otra historia del mundo, tal y como la vieron los primeros exploradores y aventureros cristianos; la historia de unos hombres y mujeres que, armados de una fe inquebrantable, se arrojaron a los desiertos, las selvas, las montañas y los mares aún inexplorados, para llevar la palabra de Dios. Al menos la palabra del Dios que ellos conocían.
Y a pesar de que esta dimensión de las misiones cristianas ha sido relegada al olvido de la historia, no me cansaré de repetir que ellos fueron los primeros aventureros, los primeros exploradores y, con frecuencia, los primeros arqueólogos que desenterraron los misterios más antiguos en la historia de la humanidad...
—Mira el ejemplo del mismo cardenal Lavigerie, y los padres blancos aquí en Túnez —explica Paco Donaire mientras me muestra nuevos mapas trazados por los primeros misioneros en África—. Las principales excavaciones arqueológicas en Cartago y el museo que aún se conserva allí fueron obra suya.
Paco Donaire, entre otra documentación, me mostró numerosos libros y artículos escritos por los padres blancos Delattre y Lapeyre, que realizaron excavaciones arqueológicas bajo el impulso del cardenal Lavigerie. Además, tuvo la amabilidad de proveerme de docenas de copias de aquellos mapas y de fotocopiarme abundante documentación que me sería muy útil en mi viaje en busca de los dioses alrededor del mundo.
Evidentemente salí hacia Cartago inmediatamente. Alquilé un nuevo taxi y el chófer, de nombre Locfi, aceptó acompañarme durante todo el tiempo que necesitase, esperándome a la salida de los monumentos mientras yo realizaba las visitas, por un módico precio (veinte dinares; es decir, unos diecisiete euros). Y durante el recorrido, de apenas veinte minutos de autovía según mi reloj, dejé que mis ojos y mi imaginación volasen sobre aquellos mapas y documentos recogidos en la Biblioteca de Religiones Comparadas.
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