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INDIA: EL FESTIVAL TEEJ



Jaipur, la Ciudad Rosa, es la capital del estado de Rajastán. Tardé cinco horas en recorrer los trescientos ocho kilómetros que la distancian de Delhi porque hice demasiadas paradas para tomar fotos del paisaje. De un tirón no se tarda tanto, la carretera es buena. 

Jaipur debe su nombre al guerrero, y a pesar de ello sabio, Hawai Jai Singh II (1693-1743 d.C.). Jai Singh II, como todos los astrónomos de su época, era a la vez astrólogo. Y de hecho, Jaipur podría ser considerada como una Meca internacional de la astrología y también de la astronomía. En todo el país se considera a los astrólogos de Jaipur como especialmente precisos, aunque debo reconocer que nunca he sido capaz de comprender cómo puede influir en mi carácter, o en mi fortuna, la situación de Plutón, que orbita a casi seis mil millones de kilómetros de nosotros, más que otros cuerpos astronómicos como Titán, satélite de Saturno, mucho más denso y a sólo una cuarta parte de esa distancia de la tierra. No es el lugar para exponer mis cuestionamientos e interrogantes ante la astrología, sino para subrayar que de no haber sido por los astrólogos como Singh II, probablemente personajes como Carl Sagan jamás habrían existido. 

Y la mejor prueba de ello se encuentra precisamente en esta capital de Jastán, ya que aquí es donde el rey-astrónomo-astrólogo mandó construir espectacular observatorio del cielo, el Jantar Mantar, en 1728. 

A quienes tengan alguna duda sobre la capacidad de inventiva, observarán el ingenio científico de nuestros antiguos, les convendría darse una vuelta por el centro astronómico-astrológico de Jantar Mantar en Jaipur. 

Llevado por su pasión estelar, mandó expertos a todos los rincones del mundo conocido para que consultasen otros observatorios existentes, levantando después cinco centros astronómicos-astrológicos en India. El de Jaipur es el más grande y el mejor conservado. Sus relojes solares y lunares, sus planisferios celestes cóncavos y convexos, sus torres de observación astronómica y sobre todo un colosal reloj de sol, con un nomon de veintisiete metros de altura cuya sombra se mueve a cuatro metros por hora. 

Este pequeño cabo Cañaveral hindú no tiene nada que envidiar a los grandes complejos astronómicos de los mayas, incas o aztecas, sólo que a su lado es completamente desconocido. Encaramado a lo más alto de la torre más alta del Jantar Mantar, contemplando una vista global del complejo, no podía menos que reconocer con humildad que hasta creencias tan incomprensibles para mí como la astrología fueron en su día el gran impulso de la ciencia que ahora conocemos. Como hizo la alquimia con la química, o el chamanismo con la medicina. Así que tomé algunas fotos y me bajé de la torre astronómica-astrológica con la firme convicción de que debía respetar las creencias de mis ancestros porque, a causa de ellas, hoy todos somos lo que somos. Para bien y a la vez para mal. 

Y hasta Keppler y Newton fueron teólogos antes que científicos. En Jaipur hay tres festividades importantes: el festival del Elefante, en el que los paquidermos desfilan por las calles, participan en partidos de polo y miden su fuerza con los humanos; el festival Gangaur, que aunque estatal se celebra con especial fervor en Jaipur en homenaje al amor de los dioses Shiva y Parvati; y el festival Teej, que anuncia la llegada del temido monzón. Yo tuve suerte. Llegué a la ciudad justo para gozar del festival Teej. Y como yo, llegaron faquires, yoguis, sannyasis, swamis, babas, místicos, gurús, sadhus y santones desde todos los rincones del país. 

A las 18.00 de esa tarde ya estaba encaramado en lo alto del tejado de un edificio situado privilegiadamente frente al Ayuntamiento de Jaipur. Armado con tres cámaras de fotos y dos de vídeo, me había propuesto no perder ni una imagen del espectacular desfile. Las calles de la ciudad estaban engalanadas con columpios de flores y guirnaldas. Y el tráfico se cortó en la avenida principal para dar paso a las cofradías y comitivas. 

Estaban encabezadas por sendos actores ataviados como Shiva y Rama y un grupo de bailarines que simulaban las luchas con espadas, seguidos por los músicos que tocaban la flauta con la nariz o las percusiones a ritmos atronadores. Y detrás una veintena de elefantes, cuyos cuerpos habían sido decorados con dibujos multicolores. Mis cámaras disparaban a discreción ante el espectáculo colorista y luminoso del festival Teej. 

Tras los elefantes apareció la unidad de camellos del Ejército. Impecablemente uniformados, los soldados controlaban milimétricamente el ritmo de sus altas y desgarbadas monturas que presentaban una especie de mini-cañón acomodado ingeniosamente sobre las jorobas de los camellos, lo cual confería a aquellas bestias el inquietante aspecto de una especie de carros de combate animales. Y tras ellos los carromatos tirados por enormes toros blancos y los cofrades que portaban sobre sus cabezas las peanas con las estatuas de Shiva y Parvati. La estampa no podía ser más parecida a las procesiones de Sevilla en la Semana Santa, sólo que en vez de la Virgen de Regla, o el Cristo de la Agonía, eran los dioses hindúes quienes provocaban la devoción de los penitentes. 

No es difícil darse cuenta al ver estos festivales hinduistas de que la devoción a los dioses, o en nuestro caso a los santos, se expresa de forma idéntica en todas las partes del mundo. Y como ocurre en todos los festivales religiosos, místicos, visionarios, santones y gurús se acercan a la capital para participar del homenaje a los dioses y para ganarse unas rupias con la caridad de los creyentes. O con la ingenuidad de los turistas. 

No es difícil encontrar swamis, babas y santones en Jaipur y menos durante alguno de sus festivales. Los primeros misioneros franciscanos, dominicos o, sobre todo, jesuitas se los encontraron. Y aquello cambió el rumbo de la Iglesia, o al menos de nuestra forma de entender los milagros. 




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