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Para comprender esta dimensión de la cultura religiosa africana es imprescindible conocer dos conceptos fundamentales en la concepción del más allá africano: el Sasa y el Zamadi. En la mayoría de las tres mil tribus existentes en África, el concepto del tiempo, crucial en la filosofía africana, no transcurre del presente al futuro, sino del presente hacia el pasado, porque el futuro aún no existe.
El hombre, tras la muerte, evoluciona como «muerto vivo» en el Sasa (pasado inmediato). Mientras su nombre sea recordado por algún conocido continuará viviendo en el Sasa y como tal podrá manifestarse a sus seres queridos. Al cabo de los años, a medida que desaparecen sus familiares y amigos, ese hombre (su recuerdo) va diluyéndose en el Sasa hasta desaparecer en el Zamadi (pasado remoto), momento en que muere definitivamente.
En el Zamadi sólo perviven los dioses, los héroes nacionales y los antepasados que han hecho cosas notables por las que su nombre es transmitido de generación en generación. ¿Puede concebirse algo más lógico y razonable? No cabe duda de que un ser querido sigue viviendo en las memorias de quienes le sobrevivimos. Y si ese difunto, además, ha hecho grandes cosas por sus semejantes, no cabe duda de que su nombre y su obra perdurarán en nuestra memoria y en la de nuestros descendientes. Su recuerdo, su espíritu, vivirán para siempre.
Por otro lado, según la creencia animista, esos espíritus del Sasa pueden ser causa de enfermedades u otras desgracias para un poblado o familia, como plagas, accidentes, etc. En esos casos se acude a los «médicos tradicionales» en su dimensión de médiums.
En su fundamental obra Entre Dios y el tiempo: Religiones tradicionales africanas (editado por los misioneros combonianos, en su editorial Mundo Negro), John Mbiti, doctor en filosofía nacido en Kenia pero formado en EE.UU. e Inglaterra, desarrolla meticulosamente estos conceptos, imprescindibles para comprender la concepción africana del más allá. Y en ella encontramos suficientes ejemplos de cómo el espíritu de un ser humano que ha conseguido superar el periodo de Sasa, rebasando la frontera del Zamadi, trasciende la condición de mero espíritu desencarnado para alcanzar la categoría de divinidad.
La tribu de los shiluk, por ejemplo, cree que el fundador de su pueblo, Nyikang, que también fue su primer jefe, está próximo a Dios, y en sus oraciones le mencionan, creyendo que actuará como intermediario entre ellos y Dios. Igual que los santos católicos. Según John Mbiti, entre dioses, semidioses, divinidades, espíritus de la naturaleza, espíritus ancestrales, etc., los herederos de las antiguas etnias africanas han heredado hasta mil setecientas divinidades.
Aunque no quiero adelantar acontecimientos, creo que es oportuno apuntar en este momento que, durante uno de mis últimos viajes al Caribe, donde he tenido la oportunidad de conocer y convivir con houngans, paleros, mambos, pais de santo, bokors, santeros, macumberos y demás sacerdotes de las distintas religiones afroamericanas, pude hacer un descubrimiento fundamental. Los mejores expertos de la cultura afrocaribeña son los babalaos. Por razones que sería demasiado largo detallar, pero fundamentalmente por los registros escritos que deben llevar de todas sus consultas y estudios, llamadas «libretas de santero», estos personajes, que combinan su ejercicio de la magia (mano de Orula) con el estudio histórico y antropológico de la religión, han llegado a la conclusión de que algunos de los dioses del panteón yoruba, los orishas, en realidad existieron un día como seres humanos, que tras la muerte fueron convertidos en dioses. Como Changó, el dios del trueno.
Según las últimas investigaciones de estos teólogos y exégetas del animismo africano, Changó fue un antiguo rey de Nigeria que tras su muerte evolucionó del Sasa al Zamadi, permaneciendo para siempre en la historia de la cultura afroamericana convertido en un orisha. ¿Puede imaginarse una forma más lógica y razonable de divinización?
Esa visión del más allá es radicalmente distinta a la que tenemos los occidentales y, sinceramente, yo no me siento con fuerza moral para corregir una creencia que comparten millones de personas desde hace miles de años. Muchos más de los que tienen las creencias monoteístas de las religiones reveladas. Porque milenios antes de que Buda, Krisna, Mahoma, Moisés o Jesús fuesen concebidos, los primeros homo sapiens caminaron por estas sendas del valle del Rift. Y ellos tenían tanto derecho a una revelación de Dios como los hombres blancos contemporáneos. ¿Les negó Dios toda revelación a aquellos primeros humanos, que vivieron y murieron sin la oportunidad de conocerlo? ¿O acaso la existencia de Dios está más condicionada por elementos culturales, climáticos, históricos y geográficos que por ningún otro factor?
Pero África tenía todavía muchísimo que enseñarme, así que conseguí un vehículo con chófer para recorrer la región, en busca de los brujos africanos de los que tanto había oído hablar. ¿Encontraría en aquellos sacerdotes animistas, herederos de una tradición milenaria y muy anterior al islam, al cristianismo, al budismo o al judaísmo, alguna prueba de la existencia de lo sobrenatural? ¿Serían ciertas todas las historias narradas por exploradores, aventureros y misioneros sobre los inexplicables poderes místicos de los hechiceros africanos? ¿Hallaría en África respuesta a mis angustiosas dudas sobre el más allá y la existencia de Dios?
Las carreteras africanas, a diferencia de las saharianas, están llenas de color. A medida que ganaba kilómetros y dejábamos atrás aldeas, poblados y ciudades, iba conociendo otra forma de vida, muy distinta a la que disfrutamos los occidentales. Nos cruzábamos con grupos de niños que caminaban diez o quince kilómetros cada día para poder asistir a humildes escuelas; mujeres que recorrían distancias similares, hasta los ríos o pozas más cercanos, para poder conseguir un poco de agua potable para cocinar; campesinos y agricultores que intentaban arrancar a la tierra un poco de maíz, patatas o mandioca para alimentar a sus hijos.
La vida es dura en África. Y, aunque necesitaría demasiadas páginas para describir todos los paisajes, personas e imágenes que encontré, hay escenas que no sólo se han quedado impresas para siempre en mis fotografías, sino en mi memoria. Los animados mercados de Kakoa, las escuelas campesinas de Msakaranbera o las cooperativas femeninas de Lambwe, entre otras muchas. Sin embargo, una de las que más me sorprendió fue la del Jesucristo negro. La estampa me la encontré en la portada de una especie de catecismo infantil y no deja de tener lógica. Algún preclaro publicista cristiano pensó que el mensaje redentor de Jesús (Yesu) llegaría mejor a los africanos si veían a Cristo como uno de los suyos, así que nada mejor que convertir al carpintero palestino en una especie de Kunta Kinte mesiánico. La imagen de aquella publicación, que me encontré en Lambwe, como la de los aliens negros, no tiene precio.
Precisamente allí, en Lambwe, tuve la oportunidad de conocer al doctor Herman Nknoma, responsable del centro de salud local. El doctor Nknoma puede ejemplificar la angustiosa lucha contra la enfermedad que libran cada día los médicos africanos. Sin recursos, sin medicamentos, sin farmacopea, se han visto obligados a protagonizar un fenómeno que he visto en otros lugares, como Cuba, donde la carencia de farmacopea hace que los médicos «oficiales» se vean obligados a colaborar con los hierberos, hechiceros y médicos tradicionales para tener alguna herramienta química contra el dolor.
En el centro de salud que dirige el doctor Nknoma se atienden hasta dos mil enfermos a la semana, y el sida se ha convertido en una plaga atroz. En su día denuncié cómo ciertas compañías farmacológicas occidentales utilizan África para experimentar sus nuevos fármacos contra el sida o contra lo que sea. Los cobayas negros son más baratos, y si mueren, no le importa a nadie. Cuando el doctor Nknoma me mostró el dispensario, apenas pude ver unas cajas de aspirinas, algunas vendas, unos cuantos preservativos y poco más. Nadie con dos dedos de frente puede reprocharle al doctor, ni a ninguno de sus colegas africanos, que acepten la ayuda de los hechiceros y brujos tradicionales, expertos en la farmacopea de la selva y capaces de aliviar el dolor de sus pacientes aunque sólo sea a través de la sugestión. Más aún, y aunque probablemente ningún misionero se sintiese cómodo confesándolo, algunos de ellos han llegado a acudir a médicos tradicionales ante determinados casos especialmente dramáticos.
Los misioneros sufren el dolor de sus feligreses. Esto, que sería enérgicamente reprobado por la autoridad vaticana, allí se contempla como totalmente lógico. Siento lástima por la autoridad eclesiástica y por los teólogos conservadores, a los que he escuchado feroces críticas contra los misioneros por «pactar» con su competencia espiritual más directa: el hechicero. Evidentemente nunca han visto a un niño de seis años consumido por la lepra. La novelista británica George Eliot (Mary Ann Evans) lo resumió en una frase perfecta: «Debe uno ser pobre para conocer el lujo de dar».
Además, tanto misioneros como cooperantes conocen la enorme influencia social que tienen hechiceros, brujos y médicos tradicionales en su comunidad. Como ocurre en todas las culturas chamánicas (aunque dicho término debería limitarse a Siberia y Mongolia), estos personajes tienen una función social extremadamente relevante como místicos, curanderos y hasta líderes políticos. Por esa razón algunos proyectos humanitarios en África han decidido utilizar dicha influencia social. Conocí uno de los ejemplos más pintorescos en el Centro de Sida de Pombewa, que dirige Rita Clongose.
En esa región de Malawi, como en buena parte de África, el sida es una plaga feroz. Terrible. Imparable. Diabólica. Rita Clongose tiene tres bicicletas, donadas —por cierto— por padrinos españoles, y diecisiete voluntarios como únicas armas para luchar contra el VIH en esa región del país. Para ello estableció una ingeniosa red de información piramidal, con objeto de ilustrar al mayor número posible de personas sobre las prácticas de riesgo, el uso de los preservativos, etc. Y el final de esa cadena son los médicos tradicionales. Ella instruye a sus voluntarios, que dedican un día a la semana (tres horas) a colaborar con el proyecto, educando en los peligros del sida y sus formas de contagio y prevención.
«Al principio —me explicaba Rita Clongose— era muy difícil. No sabíamos casi nada de la enfermedad. En algunas comunidades, los sacerdotes más conservadores, protestantes y musulmanes sobre todo, se negaban a enterrar a los muertos de sida en suelo sagrado por considerarlo una enfermedad demoníaca. Además, no sabían utilizar los preservativos. Teníamos que explicarles que debían deshacerse de ellos una vez utilizados. Pero en un país tan pobre, a esta gente le resulta difícil tirar algo a la basura, así que los lavaban para volver a usarlos...».
Una vez instruidos, los voluntarios convocan reuniones con los jefes tradicionales locales para pasarles esa información, que a su vez ellos trasladarán a sus poblados, aldeas, etc. De esta forma, con la ayuda de la influencia social de los médicos tradicionales, intentan poner una barrera al sida. Desgraciadamente la enfermedad y la miseria se reproducen en África más rápido que un reguero de pólvora. Al salir del centro de salud ocurrió algo que se me quedó grabado para siempre en la memoria. En medio del camino nos cruzamos con un matrimonio con sus dos hijas, evidentemente enfermas. Nos interesamos por su caso y nos informaron de que ambas niñas padecían malaria. Me impresionó especialmente la más pequeña. Su nombre era Chiwondi. No creo que tuviese más de un año de edad. Desgraciadamente el único medicamento que sus padres habían podido conseguir para combatir la malaria eran... aspirinas. Y con una resignación espartana nos informaron de que sabían que no podría sobrevivir más que unos días. No era el primer hijo que les robaba la enfermedad. De hecho estoy seguro de que falleció mucho antes de que yo abandonase el país. Me miró a los ojos. Y en esa mirada me hizo comprender la locura absurda y despiadada del mundo en el que vivimos.
Lo infecto de los valores que definen la sociedad occidental, donde gastamos millones de euros, no ya en los pornográficos presupuestos armamentísticos, sino en los obscenos contratos de los futbolistas de élite, en programas de televisión ridículos, en pasarelas de moda patéticas, en concursos musicales infames, en producciones cinematográficas ilógicas, en monumentos arquitectónicos irracionales, en la construcción de catedrales inadmisibles... Gastamos fortunas inimaginables en cosas innecesarias sólo para nutrir nuestros egos, o nuestro papanatismo occidental, mientras millones de Chiwondis dejan escapar la vida de sus ojos grandes y negros, antes de alcanzar su primer año de vida. Con el sueldo de un solo jugador de fútbol de primera división, con el presupuesto de una sola superproducción de Hollywood, con el precio de un único caza de combate, con los beneficios de un solo concursante de un programa basura y, lo que es peor, con el coste de una sola catedral, mezquita, sinagoga u opulento monasterio budista, los investigadores que luchan contra la malaria, o el cáncer, o el sida estarían un paso más cerca, o mil, de salvar la vida de Chiwondi. Pero nosotros preferimos mirar a otro lado. O la tele. Mientras no sea un San Patarroyo, por ejemplo, quien ascienda a los altares, continuaré manteniendo mi opinión de que algo está mal en el mundo de la religión.
En mi religión son los científicos, especialmente los médicos, y no los santos, quienes mejor pueden atender las plegarias de los hombres. Desgraciadamente a Chiwondi se le acabó el tiempo. Avergonzado, en representación de todos los que carecen de vergüenza en mi mundo occidental, sólo se me ocurrió tomarle una fotografía. Una fotografía que mucho tiempo después se convertiría en el símbolo de una organización humanitaria no gubernamental que, desde España, se ocuparía de enviar Ayuda a los Niños del Mundo (ANIMUN). De esta forma Chiwondi no sólo viviría en el Sasa mientras sus padres recordasen su nombre. Ahora, mientras su imagen sea reproducida en cada proyecto de esa ONG, y mientras su nombre sea recordado, Chiwondi seguirá viviendo en el más allá. Y si su recuerdo sirve para azuzar la culpabilidad de los occidentales, que tanto podríamos hacer por evitar muertes tan absurdas como la suya, sin duda Chiwondi vivirá en el Zamadi por toda la eternidad...
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