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HELENA PETROVNA BLAVATSKY


Helena Petrovna Blavatsky nació el 30 de julio de 1831 en la ciudad de Ekaterinoslav, al sur de Rusia. Era hija del coronel Peter Hahn, que descendía de los viejos cruzados de Mecklenburg, los Rotternstern Hans (Alemania). Su madre, Helena Fedev, durante su corta vida (ya que fallecería a la temprana edad de veintisiete años), logró cierta reputación como novelista, siendo considerada por los críticos como la Georges Sand rusa. 



La madre de ésta, quien más tarde se encargaría de la educación de la pequeña Helena y de sus restantes hermanos, fue la princesa Helena Dolgoruky, descendiente de una estirpe muy noble y de gran protagonismo en la historia de su país y una apasionada de los experimentos científicos. Ella se haría cargo de la educación de la futura mística cuando tenía sólo once años de edad después de la muerte de su madre. 

Años más tarde una de sus mayores confidentes, su hermana menor, Vera, escribiría una biografía titulada "La verdad acerca de Madame Blavatsky" que brinda una mirada bastante peculiar sobre los primeros tiempos de Helena: 

«Era exclusivista, caprichosa, original, y a veces osada hasta la temeridad y la violencia. Todos los maestros habían agotado su paciencia con Helena, quien jamás se avenía a horas fijas para sus lecciones, asombrándolos sin embargo por su viva inteligencia, especialmente en lo relativo a la música y a los idiomas extranjeros». 

Según sus biógrafos, la pequeña Helena ya protagonizaba todo tipo de fenómenos extraños desde su más tierna infancia. No era una niña normal. Según Alfred Percy Sinnet: 

«Era sumamente nerviosa y sensitiva, hablaba en voz alta y a veces la encontraban sonámbula en los más apartados lugares de la casa y la volvían a la cama profundamente dormida. Una noche, cuando apenas contaba con doce años, la echaron de menos en su dormitorio y, dada la alarma, fueron a buscarla, encontrándola paseando por uno de los largos corredores y en detenida conversación con alguien invisible para todos menos para ella». 



Sinceramente, al revisar algunos párrafos de la biografía de Helena Blavatsky, uno no puede evitar recordar a la no menos extravagante Omm Seti. 

En 1848, a los diecisiete años, se casó con el coronel Nicero Blavatsky, en ese entonces vicegobernador de la provincia de Ereván, en el Cáucaso, y mucho mayor que ella. De él se separó pronto. Durante 1848 y 1849 estudió ocultismo en Egipto con un anciano maestro copto e ingresó en los Drusos del Líbano una sociedad secreta. 

Estuvo presente con Garibaldi en la batalla de Mentana en 1849, donde, según la leyenda, «la recogieron de una fosa para los muertos con el brazo izquierdo roto en dos lugares, balas de mosquetón hundidas en el hombro izquierdo y una herida de puñal en el corazón». 

Vivió en Londres, París y Nueva York, convirtiéndose en una apasionada estudiosa del naciente fenómeno del espiritismo. Y combinando sus viajes por el mundo con el análisis de los fenómenos psíquicos, que ella misma afirmaba protagonizar, fue una de las fundadoras de la Sociedad Teosófica junto con Henry Olcott y Wiliam Judge en Nueva York, en 1875. El objetivo original fue el estudio y explicación de los fenómenos relacionados con los médiums y el espiritismo. Sin embargo, después de que Olcott y Blavatsky fueran a la India, los planteamientos de la sociedad cambiaron. En mi opinión para mal. 

Madame Blavatsky y el coronel Olcott llegaron a la India en 1879. Y como todos los occidentales de su tiempo y del presente, quedaron fascinados por el exotismo de swamis, sannyasis y santones. Naturalmente Blavatsky, como la inmensa mayoría de los estudiosos del espiritismo o lo paranormal, carecía de conocimientos sobre ilusionismo y prestidigitación. Y era de las que pensaban «si no lo veo no lo creo». Pero, claro, lo bueno de los prestidigitadores es que hacen que veas y, si no sabes lo que ves, que creas. 

Convencida de los poderes sobrenaturales de los babas, y sumida en sus propias experiencias psíquicas, Blavatsky, creo que con buena intención, intentó unificar las espiritualidades de Oriente y Occidente, mezclando a discreción conceptos teológicos hindúes, budistas y cristianos con tradiciones mágicas mediterráneas, cultos paganos antiguos y la nueva corriente espiritista. Ese es el «teorrorismo» o terrorismo teológico al que yo me refiero. 

No es el lugar para extenderme en esta obviedad. Pero todas las creencias religiosas están sustentadas por una base lógica en el contexto cultural y cronológico en el que surgieron. Los dioses no tienen nada que ver con que el tabú del cerdo sea lógico entre las tribus árabes, ya que no podían conservar esa carne del calor del desierto para controlar las múltiples enfermedades que transmite; la circuncisión judía tiene una obvia repercusión higiénica en la Palestina de la época; la divinización de las «plantas de poder» es lo más lógico que puede hacer un chamán ante los efectos psicotrópicos; los cultos animistas a la diosa madre se deben a que no relacionaban el coito con la creación de vida nueve meses después, etc. 

De la misma forma, la reencarnación es una necesidad psicológica en un país con tan feroz sistema de castas, en el que una paria de las clases inferiores sabe que durante su vida jamás podrá escapar a su estigma social, por eso es necesario pensar que en otra vida la suerte puede cambiar. En la India, si no existiese la reencarnación, habría que inventarla. 

Pero arrancar esos conceptos teológicos de sus contextos naturales y mezclar la reencarnación con el cuerpo místico de Cristo, los chackras con la mística sufí, la kundalini con la Cábala, o la meditación con las sesiones mediúmnicas no es la mejor manera de comprender las creencias religiosas de los hombres. Blavatsky lo hizo. 

Convertida al budismo, escribió su Doctrina secreta, pilar fundamental de lo que ahora denominamos la Nueva Era, donde se mezclan elementos del islam, judaísmo, hinduismo, animismo, cristianismo, budismo, paganismo, etc. El célebre pensador René Guénon desmenuza, en su recomendable "Teosofismo, historia de una pseudorreligión", esas contradicciones teológicas irreconciliables. Yo comparto su criterio. Por el contrario, no comparto los feroces ataques vertidos contra Blavatsky por muchos escépticos. Creo que en las biografías de la fundadora de la teosofía hay suficientes elementos como para ilustrar su naturaleza altruista y generosa. 

Por ejemplo, Blavatsky cambió su billete en primera clase para viajar de Europa a América, en verano de 1873, por otro en clase turista, sin equipaje personal, sólo para poder comprarle otro billete de la misma clase a una pobre mujer que acababa de ser estafada y había perdido el dinero del pasaje. Ya en EE.UU. publicó su clásico "Isis sin velo" en 1877, y cedió los derechos de la primera edición y de todos sus artículos de la época a la Cruz Roja de Rusia para ayudar a sus compatriotas heridos en la guerra ruso-turca. Siguiendo órdenes de sus «espíritus guías», regaló casi todos sus ahorros a un comerciante de Buffalo justo antes de que se suicidase por una quiebra. Ésas son el tipo de cosas que definen si una persona es o no «espiritual». No existe más espiritualidad que la social y, en mi opinión, una buena obra puntúa más que cien horas de meditación, mil santos rosarios o un millón de ashanas yóguicas. Eso es lo verdaderamente importante. Sin embargo, y aun rindiendo mi admiración a la sensibilidad social de esta atormentada mujer, me consta que su teosofía se fundamenta en el mismo principio psicológico que la moderna astroarqueología: un exceso de entusiasmo, una carencia de formación y una colección de excepciones. 

Apasionados por la búsqueda de respuestas, embriagados por la curiosidad y fascinados por el exotismo de lejanas culturas, es tan fácil malinterpretar las creencias de otros pueblos como sus vestigios arqueológicos al sacarlos de su contexto. Porque tendemos a amoldar a nuestra mentalidad a las cosas que encontramos en nuestro camino en lugar de amoldar nuestra mentalidad a esos contextos. Por eso nos cuesta tanto, por ejemplo, entender que el más allá en África sea un periodo de tiempo y no un lugar. Es más cómodo considerar a los africanos como ignorantes y primitivos y adaptar sus creencias a las nuestras. 

Ése es el estigma del hombre blanco. No contentos con esclavizar a sus gentes, destruir sus templos, imponerles nuestro idioma y cultura, intentamos colonizar hasta las creencias más íntimas de los pueblos que conquistamos. Quizá porque en el fondo estamos tan perdidos en nuestra búsqueda de Dios como ellos. 



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