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El Último libro de Manuel Carballal ¡¡YA A LA VENTA!!
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Estoy seguro de que cuando los devotos seguidores de san José María Escrivá de Balaguer y de tantos otros santos católicos, tan o más cuestionables que el fundador del Opus Dei, flagelan sus cuerpos, castigan su carne y derraman su sangre en actos de penitencia cruel, se sienten más cerca de Dios. No hay diferencia alguna entre los «picaos» cristianos que flagelan sus espaldas en Semana Santa y los chiitas que hacen exactamente lo mismo en Ramadán. Cada uno lleva la culpabilidad de sus pecados como puede.
Pero por mucho ayuno, cilicios y austeridad que sufran, todos los padecimientos de la carne en el contexto judeocristiano o musulmán palidecen ante la fuerza de voluntad de los sannyasis hinduistas. Personas capaces de cerrar un puño por una promesa y no volver a abrirlo nunca, dejando que las uñas de los dedos continúen creciendo, atravesando la carne de la palma de la mano hasta salir por el otro lado. O místicos capaces de recorrer la India de norte a sur de rodillas hasta destrozarse los huesos, mendigando con un cuenco un puñado de arroz y sobreviviendo en tan duras condiciones durante años. O santones retirados en una montaña, donde viven como y con animales, mutilando sus cuerpos en ¿homenaje? a quién sabe qué dios sádico y perverso. Ni siquiera los grandes ermitaños, ascetas y eremitas del pasado cristiano pueden competir con los sufridos místicos hindúes. ¿Qué prueba esto? Nada.
Creer que por sufrir más se está más cerca de Dios es una blasfemia. Porque sólo un dios salido de la imaginación del marqués de Sade podría gozar con el sufrimiento y el dolor de sus hijos. Sospecho —ésta es al menos mi conclusión— que, una vez más, Dios no tiene nada que ver con las acciones de los penitentes. Pero ello no desmerece ni un ápice el valor de dicha penitencia, aunque sólo sea psicológicamente. Me explicaré.
Uno de los prodigios más extraordinarios que describieron los primeros misioneros fue el protagonizado por devotos de la diosa Kali en el sur de la India, especialmente en la zona de Udappur. Allí los misioneros presenciaron cómo los devotos de la diosa cavaban fosos de cinco metros de largo por dos de ancho llenos de brasas ardientes, y una vez encomendados a la divina Kali, hundían sus pies desnudos en las ascuas, atravesando el foso sin quemarse. Y aquí no hay trampa ni cartón. ¿Cómo explicar este prodigio sin entrar en contradicciones teológicas? Esto va más allá de los juegos de prestidigitación de san Juan Bosco.
Lo peor es que, en muchos otros contextos culturales, los caminantes sobre el fuego se encomiendan a sus respectivos dioses para burlarse de las leyes de la física y caminar descalzos sobre las brasas. Y ninguno se quema. Ni siquiera los cristianos. Ni católicos, ni ortodoxos. En muchos lugares del mundo se camina sobre el fuego como prueba de fe. En Fiji y otras costas del Pacífico, en Ceilán (actual Sri Lanka) y hasta en España, donde la noche de San Juan los devotos católicos de la Virgen de la Peña realizan el prodigio. Y ni Pérez Rioja, ni Nicolás Rabal ni ningún otro historiador soriano han sabido datar en sus obras la antigüedad de este ritual que se pierde en la noche de los tiempos.
Pero eso no ha podido evitar que a partir de los años 50 el ritual del Paso del Fuego, que se celebra en el pueblo soriano de San Pedro Manrique, haya salido del anonimato, e intelectuales, antropólogos y sociólogos de gran prestigio, con Julio Caro Baroja a la cabeza, se interesasen por esta ceremonia ígnea que se celebra todas las noches de San Juan.
Sobre las diez de la noche de esa víspera, un experto prende fuego a una gigantesca pira cuadrada de leña de roble mercada por el ayuntamiento de la villa. Antiguamente era tradición que la leña se trajera desde el cercano pueblo de Sarnago. El contexto del ritual es el anfiteatro o la plaza anexa a la ermita de la Virgen de la Peña, santa patrona a la que se encomiendan los valientes dispuestos a hundir sus pies en las brasas.
Dicen en el pueblo que sólo los jóvenes más devotos de la Virgen pueden caminar sobre el fuego sin quemarse. Según la tradición, la imagen de esta Virgen apareció sobre un espino que jamás se secaba y pertenece, por ello, y pese a su posterior advocación, al grupo de las Vírgenes del Espino, tan frecuentemente unidas a lugares con presencia templaria.
Tras varias horas de llamas, que los responsables de la hoguera —expertos con años de veteranía— se ocupan de que consuman los maderos uniformemente, se empiezan a extender sobre el suelo las brasas. Con exquisito cuidado se inspeccionan los carbones para evitar que existan piedras u objetos metálicos que pudiesen clavarse en los pies de los pasadores. Y por fin, al filo de la medianoche, empieza la prueba de valor. «El de fuera se quema», sentencian con convicción los mozos del pueblo, y eso hace que por lo general tan sólo los jóvenes nativos y devotos se atrevan a pasar el fuego, encomendando su suerte y la salud de sus pies a la santa.
Es costumbre que el alcalde de la villa pase el fuego el primero, demostrando así su valor y autoridad para con la comunidad. Encima, con alguna moza del pueblo a cuestas, ya que en San Pedro Manrique, a diferencia de otros lugares del mundo, es tradición que los pasadores carguen con algún familiar o amigo para cruzar las brasas, ganando de esta forma más peso, y hundiendo aún con más fuerza los pies en la alfombra de tizones...
Sin alejarnos de un culto cristiano, en la Iglesia ortodoxa también encontramos el mismo fenómeno. En este caso no es el 24 de junio, sino el 21 de mayo, fecha en que, en algunos pueblos de Grecia y los Balcanes, una secta llamada Anastenaria celebra también el paso del fuego. Antes era una ceremonia precristiana y de culto a los dioses antiguos, pero desde el siglo IV el ritual se realiza en homenaje al emperador bizantino Constantino y a su madre Helena.
El psicólogo Jorgos Canacakis-Cahás la describió con detalle:
«Varias horas antes, incluso un día antes, los caminantes se reúnen en una estancia de culto decorada con varios iconos. Allí, sentados muy juntos, inician una meditación que implica todos los sentidos: los ojos se dejan llevar por el brillo de las velas flameantes, la nariz absorbe el incienso embriagador y los oídos van registrando el ritmo y los tonos del tambor y la lira...».
Canacakis-Cahás testifica la incomodidad que puede sentir un observador al escuchar los gemidos, gritos y extraños sonidos que emiten algunos de los pasadores al entrar en el trance. Para acabar de conferir teatralidad a la escena, o quizá como herencia de algún ritual ancestral, un toro joven es sacrificado en medio de los cánticos.
Al encender la pira, los espectadores se echan hacia atrás porque el calor es abrasador. Doy fe. Y cuando las llamas dejan lugar a las cenizas, se camina descalzo sobre ellas. En la India todo es más aparatoso. Y aunque algunos famosos pasadores del fuego hindúes, como Kuda Bux, llegaron a viajar por toda Europa repitiendo, ante los científicos occidentales, el prodigio, a ojos de un misionero cristiano los dioses hindúes, sobre todo la siniestra Kali, pueden parecer más una encarnación de los demonios que una forma de espiritualidad. Es que resultaba tan contradictorio que los devotos de Kali pudiesen caminar sobre el fuego con la misma «protección divina» que los cristianos encomendados a la Virgen. Claro que quizá no era Dios quien protegía las plantas de sus pies, sino Newton.
En su día analicé a fondo el llamado por los parapsicólogos «fenómeno de la pirovasia» y encontré una explicación más razonable que la protección divina para justificar la ausencia de quemaduras en los pies al caminar descalzos sobre las brasas. Lo vemos todos los días en las cocinas de cualquier hogar occidental. Si arrojamos una gota de agua sobre un fogón incandescente, se forma una bolita que salta y salta sobre la superficie ardiente durante varios segundos hasta consumirse. Los paseantes del fuego no invierten tanto tiempo. Se llama «efecto Leidenfrost», y fue descubierto por un médico homónimo del siglo XVIII.
En teoría, al pisar las brasas con fuerza, y si es posible con un peso mayor al propio, como hacen en San Pedro Manrique, se expulsa el oxígeno bajo la planta del pie. Y si no hay oxígeno no hay combustión. Es importante, además, que los pasos sean cortos y rápidos para no perder el equilibrio, porque caerse de bruces sobre las llamas sí sería fatal. Así que se debe pisar con la planta recta y los dedos juntos, para evitar llevarse una brasa entre ellos o clavarse alguna astilla incandescente. Por último, lo fundamental es el ritmo. No dudar. Si el caminante se detiene en medio de la alfombra de brasas, tropieza, etc., sufrirá unas quemaduras terribles. Pero, teóricamente, si sigue estas normas, la propia exudación de sus pies, la expulsión del oxígeno bajo las plantas y las breves fracciones de segundo durante las que la piel está en contacto con las brasas deberían explicar, sin la ayuda de los dioses, el fenómeno de la pirovasia. Ésta es la teoría. Ahora quedaba demostrarlo.
Ya lo decía Einstein: «Yo simplemente me lo imagino, y luego voy y lo compruebo». Así que yo mismo me presté al experimento. Y, en condiciones de control, reconstruimos uno de los fosos de brasas que utilizan los devotos de Kali en Udappur. Quemamos una tonelada de leña y repartimos las brasas en una «alfombra» de ascuas de cinco por dos metros. Ésa es la parte fácil.
Quienes me conocen saben de mi tozudez. Si estoy convencido de que algo puede hacerse, por peligroso que parezca, es difícil convencerme de que no lo intente. Sobre todo si hay una buena causa para hacerlo. Pero aun así, una cosa es la reflexión teórica y la explicación física, y otra demostrar que tenemos razón, siendo nuestros propios conejillos de Indias. Y yo dudé. Sólo un segundo. Pero cuando me descalcé, y me detuve un instante ante aquella alfombra de cinco metros de brasas que se extendía ante mí, una ola de calor me golpeó en la cara como un puñetazo. Ése es el instante más crítico de la prueba, porque nuestro instinto genético de supervivencia nos impulsa, como a cualquier mamífero, a huir del fuego, no a arrojarnos a él. Repasé mentalmente la teoría y me aferré a mis convicciones racionales buscando en mi interior el valor necesario para hundir mis pies desnudos en aquel mar de brasas incandescentes. Había estudiado aquel fenómeno, tenía una teoría razonable, la física estaba de mi lado, pero ¿y si me equivocaba?
El resultado de un error en aquel experimento podía ser terrible y, sobre todo, profundamente doloroso. Aunque era mejor no pensar en lo que podría ocurrir a la planta de los pies si el calor de las brasas quemaba la piel y la carne. Así que rechacé aquel pensamiento, y encomendando mi suerte a Newton, el auténtico santo patrón de la ciencia, y Juan Bosco, el de los magos, me arrojé al fuego. Y lo hice. Con enérgicas y cortas zancadas hundí mis pies descalzos entre las brasas, dejando caer todo el peso de mi cuerpo en cada paso. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis... Pasos cortos pero decididos. El «paseo» se hace interminable y los metros parecen kilómetros. Al final el calor es cada vez más perceptible en todo el perímetro del pie y sobre todo en el cuello y la cara, rodeando a cada pasador del fuego como si quisiese abrazarle.
Y por fin llegas al final de esa alfombra de fuego. Tal y como me habían indicado pisé con fuerza en el montoncillo de tierra que se había colocado al final de la plancha de brasas para apagar cualquier posible ascua que se podido llevarme entre los dedos de los pies o adherida al sudor de la planta. Y al instante me senté para examinarme los pies con todo detenimiento. Sin embargo no encontré ni una sola quemadura. Mi piel había soportado indemne el calor de los tizones incandescentes sin inmutarse. ¿Se trataba de un milagro? ¿Había sido tocado por la Providencia? ¿Era yo merecedor de la protección de Kali, o de la Virgen de la Peña, o de Constantino? En absoluto. Era «san Newton» quien me había protegido de las brasas, o a todos los demás pasadores del fuego del mundo. Dios tiene cosas o más importantes que hacer.
Como ocurre en Filipinas, la India o Grecia, cuando caminas descalzo sobre las brasas se producen una serie de reacciones electroquímicas en tu cerebro. Por muy racional que uno sea, es inevitable sufrir un estado de consciencia alterada. Ese estrés, el miedo, el instinto de supervivencia, influyen sobre la mente de todo caminante. Más todavía si careces de un dios o diosa al que encomendarte y en quien depositar la fe para vencer el temor. Pero cuando consigues vencer el miedo y llegas al final de la alfombra de brasas, sientes una euforia y una energía desbordante. Idéntica a la de cualquier creyente que se cree protegido por la gracia de sus dioses. Esto es otra clave.
Vencer nuestros miedos. Superar los instintos de supervivencia primarios. Controlar nuestra voluntad. Resistir el dolor, el hambre, el sueño, el frío o cualquier otra forma de penitencia y salir airosos de la prueba suponen un estímulo psicológico extraordinario que nos hace más fuertes. Que nos ayuda a creer que, igual que superamos la prueba del fuego, podremos ser capaces de superar cualquier otra prueba en la vida. Por eso decía antes que hasta esos actos de penitencia pueden tener una lectura psicológica positiva. Y una vez más, los dioses no tienen nada que ver con ella.
No importa que camines descalzo sobre las brasas, o que atravieses tus mejillas con agujas afiladas. Da igual que te acuestes sobre camas de clavos o que castigues la carne con cilicios apretados. Es indiferente que ayunes por cuaresma o Ramadán. Es la mente humana la única que está detrás de esas mortificaciones de la carne. Porque igual que es la mente la que crea úlceras, embarazos imaginarios o estigmas, ella es la que puede proteger nuestros cuerpos del dolor e incluso generar curaciones espontáneas de enfermedades incurables. Sólo hace falta creer.
Como antes apunté, citando a san Agustín, «un milagro no ocurre contra la naturaleza, sino contra nuestro conocimiento de esa naturaleza». Lo que ocurre es que todavía no somos conscientes de lo maravillosa e ilimitada que es la naturaleza de la mente humana. Por eso calificar algo como milagroso con frecuencia es muy temerario.
Y por fin llegas al final de esa alfombra de fuego. Tal y como me habían indicado pisé con fuerza en el montoncillo de tierra que se había colocado al final de la plancha de brasas para apagar cualquier posible ascua que se podido llevarme entre los dedos de los pies o adherida al sudor de la planta. Y al instante me senté para examinarme los pies con todo detenimiento. Sin embargo no encontré ni una sola quemadura. Mi piel había soportado indemne el calor de los tizones incandescentes sin inmutarse. ¿Se trataba de un milagro? ¿Había sido tocado por la Providencia? ¿Era yo merecedor de la protección de Kali, o de la Virgen de la Peña, o de Constantino? En absoluto. Era «san Newton» quien me había protegido de las brasas, o a todos los demás pasadores del fuego del mundo. Dios tiene cosas o más importantes que hacer.
Como ocurre en Filipinas, la India o Grecia, cuando caminas descalzo sobre las brasas se producen una serie de reacciones electroquímicas en tu cerebro. Por muy racional que uno sea, es inevitable sufrir un estado de consciencia alterada. Ese estrés, el miedo, el instinto de supervivencia, influyen sobre la mente de todo caminante. Más todavía si careces de un dios o diosa al que encomendarte y en quien depositar la fe para vencer el temor. Pero cuando consigues vencer el miedo y llegas al final de la alfombra de brasas, sientes una euforia y una energía desbordante. Idéntica a la de cualquier creyente que se cree protegido por la gracia de sus dioses. Esto es otra clave.
Vencer nuestros miedos. Superar los instintos de supervivencia primarios. Controlar nuestra voluntad. Resistir el dolor, el hambre, el sueño, el frío o cualquier otra forma de penitencia y salir airosos de la prueba suponen un estímulo psicológico extraordinario que nos hace más fuertes. Que nos ayuda a creer que, igual que superamos la prueba del fuego, podremos ser capaces de superar cualquier otra prueba en la vida. Por eso decía antes que hasta esos actos de penitencia pueden tener una lectura psicológica positiva. Y una vez más, los dioses no tienen nada que ver con ella.
No importa que camines descalzo sobre las brasas, o que atravieses tus mejillas con agujas afiladas. Da igual que te acuestes sobre camas de clavos o que castigues la carne con cilicios apretados. Es indiferente que ayunes por cuaresma o Ramadán. Es la mente humana la única que está detrás de esas mortificaciones de la carne. Porque igual que es la mente la que crea úlceras, embarazos imaginarios o estigmas, ella es la que puede proteger nuestros cuerpos del dolor e incluso generar curaciones espontáneas de enfermedades incurables. Sólo hace falta creer.
Como antes apunté, citando a san Agustín, «un milagro no ocurre contra la naturaleza, sino contra nuestro conocimiento de esa naturaleza». Lo que ocurre es que todavía no somos conscientes de lo maravillosa e ilimitada que es la naturaleza de la mente humana. Por eso calificar algo como milagroso con frecuencia es muy temerario.
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